11/6/17

VOCACIÓN

Tomada de la red.


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Preciosa, dijo papá de mi tarjeta, mostrándola a todos sus amigos, muy orgulloso. El doctor Jeremías hizo un movimiento de aprobación con la cabeza. Mosser, el bibliotecario, la estudió despacio, luego me revolvió el pelo con la mano mientras sostenía que mi futuro estaba, sin lugar a dudas, en ilustrar libros. Mamá, en cambio, dijo que no debían darme alas por una simple felicitación navideña.
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Llené mi habitación de dibujos que pegaba a la pared hasta que acabé cubriéndola toda. No cejaba en mi empeño de ser la artista de la familia. Al principio sólo por agradar a papá, pero más adelante le fui cogiendo gusto a las acuarelas, a los rotuladores, a las purpurinas, al guash, a las ceras...; cualquier cosa era válida para adornar mis tarjetas de cumpleaños, de bodas o de Navidad. Hasta esquelas hacía en esas noches de viento y lluvia, cuando escuchaba pelear a mis papás.
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De mayor, intenté que me aceptaran en una imprenta, pero ya tenían ilustrador. Continué llenando de dibujos las habitaciones de la casa, que seguía compartiendo con mis padres, mientras llamaba a todas las puertas. Fue entonces cuando me salió aquel trabajo en la morgue. Se trataba de hacer las tarjetas identificativas que colgaban del dedo gordo de los muertos. Me gustaba mirarles a la cara, ver más allá de sus cuencas vacías, del tajo en la garganta, de la sangre coagulada en la media luna bajo las costillas, ver en el ombligo el cordón que una vez los unió a sus madres. Y hacía verdaderas maravillas. Pájaros, mariposas, caracolas, nubes, olas... Pero mis jefes no eran entendidos en arte. Querían sólo el nombre en negrita, solitario, triste. Me echaron del trabajo.
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Fue por aquellos tiempos cuando papá y mamá murieron envenenados por el monóxido de carbono de la vieja caldera. Me encargué de todo. Los lavé y peiné. Cepillé el traje de papá, planché su camisa de popelín, saqué brillo a sus zapatos. A mamá le puse una de sus batas, para qué otra cosa. Pero me esmeré en darle colorete, pintarle los labios y las uñas. Colgué de sus dedos gordos las tarjetas más bonitas que había hecho nunca. Papá era un pájaro que volaba hacia el cielo. Mamá una tortuga que se desplazaba por la tierra. También las esquelas, que en lugar de ribetes negros, los llevaron azul cobalto. Lloré de emoción cuando los vi a los dos tan juntitos, tan llenos de colorido. Y de ahí me nació la idea.
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Mis papás tenían mucho dinero ahorrado. Según el notario, porque mamá veía venir que no sabría valerme yo sola, y mi papá porque me quería dejar en buena situación para que no me preocupara a la hora de dar salida a todo el arte que llevaba dentro.
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Como siempre, papá tenía razón en eso de dejar salir lo que llevaba dentro. Y dentro revoloteaba el cuervo agorero de mamá que era el que daba muerte a todos aquellos desahuciados. Y dentro estaba la luz que brillaba en las etiquetas que iba colgando de los dedos gordos de mis clientes. Si acabé aquí fue por una falta de espacio, porque por muy grande que fuera la casa, por muchas cámaras frigoríficas que comprara, llegó un momento en que no tenía dónde meterlos a todos. Los fui abandonando en los bancos de parques e iglesias. Y como toda artista tiene su estilo inconfundible, al final consiguieron identificarme.

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