17/4/17

REFUGIO


Tomada de la red.





No soy un hombre-libro. Ni siquiera un hombre. Un hombre se levanta a las cinco de la madrugada y después de unas  migas con chorizo y torreznos y un tazón de café, se va al campo. Un hombre tiene callos en las manos, tú tienes manos de señorita, decía mi padre. Así que voy a morir sin llegar a hombre.
     En la cámara frigorífica sólo queda una lata de tomate frito. Estoy solo, con una lata de tomate frito y un libro. No quise traerme más, sólo El Quijote. Me gusta El Quijote y me lo sé de memoria.
     Aventando la parva te harás un hombre, me animaba mi padre para que lo acompañara. Pero mi madre, redonda y alta como una torre panzuda, le salía al paso. ¡Déjalo ya!, ¿no ves que está enfermo? Y él agachaba la cabeza, se daba la vuelta y arreaba a la mula hacia la calle. Mi madre enjugaba una lágrima con el pico del delantal y después se volvía hacia mí con una sonrisa forzada.
     Tenía una enfermedad rara que el médico no sabía diagnosticar. Venía a verme todos los días y me provocaba arcadas con el palito en la boca. Unas cuantas más. Porque lo que a mí me pasaba era que tenía el estómago encogido, como un capullo sin abrir, y no aguantaba casi nada dentro. El médico se iba azarado, sin poder darle una explicación a mi madre. Mire, su hijo va a morir de tuberculosis, habría querido decirle, y así librarse de aquella penitencia. En lugar de eso, tenía que irse balbuciendo excusas y aplazamientos para un diagnóstico que nunca llegaría.
     Desde la cama de mis padres, controlaba la entrada de la casa, y por la ventana, el trasiego de los campesinos al atardecer cuando volvían del campo; el de los aguadores con los cántaros colgando de los lomos de los burros; el de los niños sanos corriendo y gritando en la calle.  !Tú la llevas! Echo la burra en el barbecho. !Voy!  Un espectador de la  vida, eso era yo. Y estaba contento con ello. A pesar, o tal vez por eso, de que tuviera amargado a mi padre.
     Don Roque solía pasarse por mi casa todas las tardes a por la hojuela y el café con leche, y a darme clase  En eso mi madre era inflexible. No atendía a mis quejas sobre los capones del maestro. Por algo habrá sido, decía. Tú aplícate y aprende las letras y los números.  Así que me tuve que resignar y poner atención para evitar el dedo corazón flexionado, rebotando en mi cabeza, y el consabido suena a hueco, de don Roque.
     A media mañana y a primeras horas de la tarde en invierno, o con el canto del gallo y  a la hora del crepúsculo en verano, daba un paseo para no quedarme inválido como el hijo del boticario que iba en una silla de ruedas y una vez, en el patio de la escuela, los niños levantaron la manta que cubría sus piernas y se rieron de los pies deformados que colgaban al final de unos palitos inertes. A mí eso no me podía pasar.
     Mi madre decía que había que agrandar el estómago y me atiborraba de comida. Luego me ponía el orinal debajo y yo lo llenaba hasta rebosar. Y con mi piel de cera y mis manos de señorita, seguí enfadando a mi padre que no dejaba pasar ocasión para recordarme que así no me haría un hombre.
     Tampoco un hombre- libro, como ya he dicho, sin embargo me sé de memoria El Quijote que un buen día me trajo mi madre. Toma, para que te sueltes con las letras, dijo. Y yo me quedé mirando aquel mamotreto con algo de espanto. Me ha dicho el de la librería que es un libro muy bueno, que lo escribió un señor muy importante. Así que un respeto y no pongas esa cara de asco, añadió.
     Quizás fue el aburrimiento, tal vez la curiosidad, pero después de una tarde, una noche y una mañana olvidado en la mesilla, cogí el libro y comencé a leer siguiendo los renglones con el dedo índice. A don Roque le pareció muy bien y me animó a la lectura, pero quien me hizo perseverar fue mi padre. !Lo que te faltaba!, dijo con los ojos medio cerrados de ira y las venas del cuello engordadas de sangre. 
      Mi padre murió de una insolación, congestionado y achicharrado por el sol que lo estuvo macerando hasta que el Arriscao lo encontró en la era. Poco tiempo después, mi estómago se abrió como una flor en primavera. Fue entonces cuando decidí estudiar Literatura. Mi madre aceptó a regañadientes. No quería quedarse sola, sin embargo ella fue la que alentó mi vocación y no tuvo más remedio que aceptar mi marcha a la capital.
     Pero alguien como yo no podía encajar en ningún sitio. Aprendía deprisa y me licencié en menos tiempo que el resto de los alumnos, pero estaba solo. Sin embargo, todos estos años no han sido malos, excepto cuando murió mi madre y comprendí lo que era eso que llaman locura. Días y noches leyendo el libro. De esa manera la mantenía viva.  Casi me llevan a un manicomio. Eso vaticinó el médico que envió mi casera. Para evitarlo tuve que dejar mi cuarto y aprender a fingir y mezclarme con la gente. Uno más del montón. He vivido. Solo. Con mis libros. Pero ya no quiero vivir más. Por eso vine aquí, a este refugio que me hice construir hace años para que no puedan encontrarme nunca. Miro mis manos de piel fina y arrugada, moteadas de manchas, temblonas; pongo a caminar mis pies y se arrastran, barriendo el suelo, hasta que se detienen y no obedecen mis órdenes de continuar; y las piernas se alían en esta rebelión de mi cuerpo, aflojándose como si fueran gelatina. Ya no quiero seguir. Una lata de tomate y mi libro, nada más.

    




    


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